Carmen Jesús Leyva Sánchez nació en el corazón de una familia numerosa, siendo la menor de ocho hermanos. Creció en una época en la que compartir la infancia entre muchos no era excepción, sino norma: los patios se llenaban de risas, juegos improvisados y equipos de fútbol formados por primos, hermanos y vecinos. La vida familiar era coral, intensa, y profundamente comunitaria.
Pero a los cuatro años, un acontecimiento marcó su destino con una herida temprana: la muerte de su madre. Ese vacío, insondable para una niña tan pequeña, transformó su infancia en una travesía distinta. Junto a sus dos hermanos menores, fue internada en un convento, un espacio de silencio y disciplina que se convirtió en su hogar durante casi dos décadas. Desde los cinco hasta los veintitrés años, su vida transcurrió entre muros de clausura, rezos, rutinas estrictas y una educación marcada por la moral religiosa.
Cada fin de semana, sus abuelos la recogían, devolviéndola puntualmente cada lunes al amanecer. Ese ir y venir entre dos mundos—uno afectivo y cálido, otro austero y normativo—moldeó su sensibilidad, su forma de observar, y su manera de narrar. Al salir del convento, se enfrentó a una realidad que le resultaba ajena: el bullicio de la calle, la espontaneidad de los afectos, la libertad de elegir. Esa transición no fue solo un cambio de entorno, sino una ruptura existencial que la obligó a reconstruirse desde lo aprendido y lo intuido.
Hoy, esa experiencia vital—la infancia compartida, la pérdida temprana, la clausura prolongada y el reencuentro con el mundo—nutre su mirada como escritora. En sus textos, se percibe una sensibilidad aguda, una búsqueda constante de sentido, y una ternura que dialoga con la memoria. Carmen no escribe desde la nostalgia, sino desde la reconstrucción: cada palabra es un puente entre lo vivido y lo comprendido.
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